Hoy estamos presentes nuevamente ante el misterio de la vida y de la redención. Cristo, que fue crucificado y murió, ha resucitado. Con su resurrección vence el pecado y la muerte. Tenemos que escuchar una vez más, pero con fuerza inusitada estas sus palabras: “No teman, soy yo” (Jn. 6, 20). “Yo estaré con Ustedes hasta el final de los tiempos” (Mt. 28, 19).
Así como el pecado inundó y trastocó el equilibrio humano opacándolo y haciéndolo caer en la desesperación, en la oscuridad y en una terrible destrucción, Él con su pasión, muerte y resurrección, pagó todos nuestros errores, pecados y fragilidades. Él hace nueva todas las cosas. Nos toca y por medio del bautismo, incorporándonos a Él, nos bendice para siempre y nos encuentra, y al encontrarnos, Cristo, nos regala su comunión, nos da la vida divina, nos llama a la conversión sincera y nos hace participar en esa muerte y resurrección redentoras. “Con el Bautismo, al participar en la muerte y resurrección de Cristo, (los bautizados) comienzan con Él la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo” (Benedicto XVI. Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 10 de enero del 2010).
El discípulo es llamado a ser testigo. El testigo es enviado. Su vida nueva por vocación es misionera. Nadie puede ser misionero, ni enviado, sino pasa primero por la experiencia profunda del encuentro con Cristo, en otras palabras, si no vive con verdad, convicción, identidad y compromiso su bautismo. Este no es un rito que queda en el pasado sino que es el hecho fundamental que orienta nuestra vida de modo afectivo y efectivo en el accionar de nuestro apostolado. El ser llamados y enviados nos da fuerza para testimoniar, si no tenemos fuerza en el trabajo testimonial, es indudablemente por la falta de convicción, compromiso y amor.
Estos valores no vienen de afuera, surgen de la misma fuerza de la verdad. Esta verdad se amasa en el silencio de la oración. Sin la Palabra de Dios uno pierde la orientación, sin la Eucaristía uno pierde la fuerza del amor, ya que ambas Palabra y Eucaristía son las dos fuentes que alimentan y sostienen realmente la vida cristiana. La Palabra se escucha y se recibe. Ésta nos ilumina, nos poda y nos fortalece. La Eucaristía, recibida con las debidas disposiciones, nos hace participar de la Vida y despeja todo vestigio de pecado, infidelidad, egoísmo y mentira.
Jesús resucitado nos dice: no tengan miedo. Levántense, Yo los ayudo a vivir, amar y servir como libres y no como esclavos. No tengan miedo, no vivan como cobardes. Dejen que el Espíritu los encienda con el fuego de su Amor. No vivan como derrotados, Yo me entregué por cada uno de ustedes, ¿todavía no se dan cuenta del amor que les tengo? ¿Qué más quieren que haga por ustedes?
La vida nueva recibida se debe vivir responsablemente. Con madurez, con objetividad, sin caprichos y sin arbitrariedades. Con voluntad de decisión y no solamente con “ganas”. Que no se apague en ustedes lo que da sentido a la vida: pensar, conocer, amar. Basta de echar la culpa a los demás. Cada uno, en su lugar, en su vida, en la sociedad, en sus tareas y funciones, debemos hacernos cargo de nuestra respuesta. Somos responsables de nuestra propia maduración.
La Virgen María, los Santos, cada uno de ellos ha entendido, comprendido y asumido este mensaje. Que María al pie de la cruz, nos ayude también a nosotros a responder a Cristo y a vivir cuidando a la Iglesia, al hermano, al pobre, y al que comparte con nosotros la misma suerte, el mismo sentido de la vida.
El querido Papa Juan Pablo II, que será beatificado próximamente, hace 10 años, el 24 de abril de 2001, nos modificó a todos nosotros, enriqueciéndonos con esta nueva realidad de Avellaneda-Lanús. Este acontecimiento nos invita a vivir renovadamente esta Pascua. Por eso, en este Año Jubilar Diocesano, todos debemos hacer más creíble a la Iglesia, siendo testigos de la esperanza y anunciadores del mundo nuevo que ya ha comenzado, porque Cristo Redentor ha definido para siempre el rumbo de la historia de la humanidad.
Felices Pascuas de Resurrección, Él los bendiga a todos y les de la alegría de comenzar una vida nueva.
+Mons. Rubén O. Frassia.
Obispo de Avellaneda-Lanús.